Comentario
J.L. Comellas ha puesto de manifiesto la diferencia de edad que separaba a los hombres que habían hecho triunfar la Revolución -Riego, Quiroga, López Baños, Alcalá Galiano, Mendizábal- de aquellos que habían participado en las Cortes de Cádiz y se consideraban como los arquitectos y fundadores del liberalismo español -Toreno, Argüelles, García Herreros y Pérez de Castro, entre otros. Los veinteañistas, más jóvenes, más impulsivos, pero también con menos experiencia, y los doceañistas, más veteranos, más cultos, de un mayor nivel intelectual y con una mayor facilidad de palabra y que traían ya el bagaje de su participación en los debates de las Cortes de Cádiz y de la lucha política que allí se había planteado. Exaltados los primeros y moderados los segundos, constituirán las dos alas del liberalismo español en este periodo, ya que difícilmente podría calificárseles de partidos, dada la escasa articulación de sus respectivos programas y la falta de organización de sus integrantes. En todo caso, cabría hablar, ya que no de ideología claramente definida, de actitudes ante el fenómeno de la Revolución liberal. Para los moderados la revolución se había producido ya y lo que había que hacer ahóra era aplicarla sin más. Eran los conservadores de la revolución. No eran partidarios de los radicalismos y tenían una especial preocupación por ganarse la confianza de las viejas clases dominantes. Los exaltados, en cambio, creían que no había que conformarse con lo hecho hasta entonces y que por consiguiente el proceso revolucionario no podía estancarse, sino que tenía que seguir avanzando.
Pues bien, una vez que Fernando VII juró la Constitución el 7 de marzo, las manifestaciones de júbilo que se produjeron en Madrid y en otras capitales españolas podrían llamarnos, cuando menos, a la sorpresa, después de haber visto cómo se registraron manifestaciones similares cuando se produjo el restablecimiento de la Monarquía absoluta, sólo seis años antes. Toda la simbología liberal, que había sido destruida en 1814, fue ahora repuesta en calles, plazas y paseos. Las placas, las enseñas, las coronas de laurel, los himnos como el de Riego o las canciones como El Trágala, se convirtieron en la expresión del entusiasmo popular por la nueva situación. Inmediatamente, comenzaron a publicarse un gran número de periódicos, unos más moderados como El Universal o El Imparcial, otros más radicales, como El Espectador, o el satírico Zurriago. En realidad, la prensa española alcanzó un notable desarrollo en estos años, debido al impulso que dieron los liberales a la difusión de sus ideas a través de todas estas publicaciones, más o menos efímeras. El ambiente del país, al menos en las ciudades más importantes, era de optimismo y de esperanza.
El 10 de marzo se estableció en Madrid una Junta Provisional que comenzó una labor de restauración de los cargos y de los dirigentes que habían sido destituidos en 1814. El haber sido objeto de la represión absolutista durante los años precedentes era un título que facilitaba el acceso a los puestos directivos de las instituciones municipales o nacionales. Fernando nombró en el mes de abril su primer ministerio constitucional, formado por liberales que había permanecido en presidio durante la época absolutista. Entre los designados se hallaban Evaristo Pérez de Castro en la cartera de Estado, Canga Argüelles en la de Hacienda y Agustín Argüelles en la de Gobernación. Todos ellos eran hombres del primer liberalismo y desplazaban así a los protagonistas de la Revolución, que quedaron en un segundo plano a pesar de la iniciativa que habían tomado y del riesgo que había supuesto para ellos dar el paso para imponer la Constitución.
Las primeras medidas que tomaron, primero la Junta y posteriormente el Ministerio, estaban encaminadas a restablecer la obra de las Cortes gaditanas. Entre otros, se emitieron decretos estableciendo la libertad de imprenta y la abolición de la Inquisición, así como la incorporación de los señoríos a la Corona, y el 22 de marzo se llevó a cabo la convocatoria de las Cortes ordinarias para el 9 de julio siguiente. Pero una de las cuestiones que más polémica desató en estos inicios de la nueva etapa del reinado de Fernando VII fue la del destino del llamado Ejército de la Isla, en cuyo seno se había desencadenado la Revolución. Parecía haberse descartado que aquellos 20.000 hombres que se hallaban acantonados entre las provincias de Sevilla y Cádiz embarcasen con destino a América. Sin embargo, el mantenimiento de un cuerpo de ejército tan nutrido en la Península resultaba demasiado gravoso para el gobierno, así que muchos de sus soldados fueron licenciados y compensados con repartos de tierras y otros beneficios, y los oficiales fueron agasajados y ascendidos.
Todo ello no fue suficiente para apagar cierto ambiente de descontento provocado, al parecer, por el desengaño ante la actitud de los gobernantes de Madrid a quienes se achacaba una falta de reconocimiento para quienes habían hecho triunfar el régimen constitucional. Ante la posibilidad de que el malestar de los militares se convirtiese en amenaza, el gobierno presidido por Argüelles decretó la disolución del Ejército de la Isla y el envío de Riego a Galicia como Capitán General. La medida provocó inmediatamente manifestaciones callejeras y algaradas promovidas por los exaltados, quienes tenían a Riego por el auténtico héroe de la Revolución. En vista de esta reacción, Argüelles dio marcha atrás y destituyó a Riego como Capitán General antes de que hubiese tomado posesión. Más tarde, en las Cortes, el primer ministro justificaría su actitud manifestando que todo el asunto era producto de una maquinación oculta y amenazó con abrir las páginas de esa historia para descubrir la verdad. La sesión de las páginas, como se le calificó inmediatamente a aquel acto parlamentario, no sirvió para revelar ninguna trama oculta, pero sí para reforzar el dominio de los moderados en el poder y para confirmar la disolución del Ejército de la Isla.